Con otra amplia sonrisa, Sherezade se acomodó junto a los seres más bellos del mundo: su marido y su hijo. El pequeño, recostado a su lado, era igual que Jalid, salvo por la nariz y las ondas revueltas, que había heredado de ella.
Y salvo por la blanca cicatriz que surcaba la mejilla del califa.
Una de las marcas de la noche en la que su padre había dado la vida por el amor de ambos. Una en la cara y otra en el corazón. Aquellas marcas que cada día le hacían sentirse agradecida por estar viva. Por compartir su vida con sus seres queridos.