En el cuerpo, donde todo tiene un precio,
yo era un mendigo. De rodillas,
miraba, por la cerradura, no
al hombre bajo la ducha, sino la lluvia
atravesándolo: cuerdas de guitarra que se rompían
contra sus hombros curveados.
Él cantaba, y por eso
lo recuerdo. Su voz
me sostenía por dentro
como un esqueleto. Incluso mi nombre,
arrodillado dentro de mí, suplicaba
clemencia.
Él cantaba.