Troika

esa noche, en el departamento nuevo de Inés, Francisca no soñó

A veces, cuando el cuerpo celeste de mi madre se queda quieto, podemos observarlo de cerca y pensamos que hemos entendido algo. Hasta que toma impulso, vuelve a lanzarse y le perdemos la pista

Me siento una niña, o puede que sea ella la que se está haciendo pequeña, más pequeña que yo. Sí: es ella la que está sacudiéndose la edad, suavizando las partes más rugosas de su temperamento.

He ido perfeccionando con relativo éxito el arte de perder,

fuera de hacerla resistente al paso del tiempo, no había nada que quisiera cambiar en ella.

Su mirada me daba textura, que se riera de mis chistes me aterrizaba en la realidad.

El duelo, en cambio, es más obstinado; un animal confianzudo que da varias vueltas sobre su propio eje antes de echarse a dormir.

El duelo no avanza en línea recta. No avanza: es una mancha de humedad en el techo a la que los habitantes de la casa se acostumbran al punto de dejar de verla.

Ni siquiera sé si llamarlas recuerdos, dudo que a estas alturas sostengan algo más allá de a sí mismas.

Pero nunca pensé que los recuerdos se fueran a desvanecer, ni calculé que una historia podría tener tantas versiones que llegaría a desconfiar de todas por igual

–Iba una cereza caminando por la calle cuando se topó con un espejo y cuando vio su reflejo dijo: ¿Seré esa yo?