En el fondo de la bolsa estaban las cabezas seccionadas de mi padre y mi madre. Aun cuando las dos cabezas no me daban exactamente la cara, amontonadas sin orden como estaban una sobre otra, los reconocí de inmediato, no sólo porque habían estado en mi pensamiento todo el día sino porque eran inconfundiblemente ellos, con sus canas, sus arrugas, sus viejos rostros fatigados por una larga vida de trabajo y privaciones. El corte en el cuello era bastante limpio, pero no tanto porque nunca puede serlo del todo: acá asomaba, blanco y como prehistórico, un pedazo de tráquea, allá colgaban unas arterias como flecos. Los ojos de ambos estaban abiertos: me pregunté, absurdamente en medio del shock, si correspondía que yo se los cerrara, como deber filial... Por un curioso concurso de circunstancias biográficas, a pesar de mi edad yo nunca había visto un muerto. ¡Qué ocasión para una primera vez!