Una filosofía de guerrilla, como me gusta llamarla, no tiene un territorio propio. Es inestable y desestabilizadora. Se mueve y pone en movimiento. No se acomoda. Entra y sale. Se esconde y reaparece. Interviene donde no se la espera. Y mientras no se manifiesta, escucha. Pensar es aprender a escuchar. Y escuchar es aprender a comprometerse. Pero para escuchar hace falta saber callar. Recibir, estudiar, leer, vivir sin producir. Implicarse. En una sociedad con más escritores que lectores, más periódicos que compradores, más opinadores que opiniones, y más perfiles en las redes sociales que vidas vivibles, no hay margen para la escucha ni para el compromiso. Predicar no es compartir