La tercera proposición, consecuencia de las dos anteriores, la formularía yo de esta manera: el deber es la necesidad de una acción por respeto a la ley. Por el objeto, como efecto de la acción que me propongo realizar, puedo, sí, tener inclinación, mas nunca respeto, justamente porque es un efecto y no una actividad de unía voluntad. De igual modo, por una inclinación en general, ora sea mía, ora sea de cualquier otro, no puedo tener respeto: a lo sumo, puedo, en el primer caso, aprobarla y, en el segundo, a veces incluso amarla, es decir, considerarla como favorable a mi propio provecho. Pero objeto del respeto, y por ende mandato, sólo puede serlo aquello que se relacione con mi voluntad como simple fundamento y nunca como efecto, aquello que no esté al servicio de mi inclinación, sino que la domine, al menos la descarte por completo en el cómputo de la elección, esto es, la simple ley en sí misma. Una acción realizada por deber tiene, empero, que excluir por completo el influjo de la inclinación, y con ésta todo objeto de la voluntad; no queda, pues, otra cosa que pueda determinar la voluntad, si no es, objetivamente, la ley y, subjetivamente, el respeto puro a esa ley práctica, y, por tanto, la máxima[2] de obedecer siempre a esa ley, aun con perjuicio de todas mis inclinaciones.