El ministro de los negocios extranjeros de la administración pseudopopular, ese traidor de la república, pero al contrario, amigo abnegado y defensor de la orden de los jesuitas, que cree en Dios y desprecia la humanidad, y es despreciado a su vez por todos los defensores honestos de la causa del pueblo –el famoso hablador Jules Favre, que cede quizás únicamente al señor Gambetta el honor de ser el prototipo de todos los abogados–, ese hombre asumió con regocijo la misión de calumniador feroz y de denunciante. Entre los miembros del gobierno llamado de “Defensa nacional” estaba, sin duda, uno de los que más contribuyeron al desarme de la defensa nacional y a la capitulación notoriamente pérfida de París, en manos del vencedor arrogante, insolente y despiadado. El príncipe de Bismarck se burló de él y lo insultó ante el mundo. Y he ahí que ese Jules Favre, como enorgullecido de esa doble infamia –la suya propia y la de Francia traicionada, y quizá vendida por él–, movido al mismo tiempo por el deseo de entrar en la buena consideración del humillador, el gran canciller del victorioso imperio germánico, y por su odio profundo al proletariado, en general, y sobre todo al obrero parisiense, helo ahí haciendo su aparición con una denuncia formal contra la Internacional.