res animales.
—¿Llaman «toro» a su capitán?
El hombre enarcó las cejas.
—Su francés es mejor de lo que dice, monsieur Langdon.
«Mi francés es un asco —pensó él—, pero la iconografía zodiacal se me da bastante bien.» Tauro era el toro, y la astrología siempre estaba presente en la simbología del mundo entero.
El teniente detuvo el vehículo y señaló una gran puerta en un lateral de la pirámide, entre dos fuentes.
—Ésa es la entrada. Buena suerte, monsieur.
—¿Usted no viene?
—Tengo orden de dejarlo aquí. Debo ocuparme de otros asuntos.
Langdon profirió un suspiro y se bajó del coche. «Si usted lo dice...»
El policía arrancó y se alejó a toda velocidad.
Allí plantado, a solas, mientras observaba los faros traseros perdiéndose en la distancia, se dio cuenta de que podía reconsiderar la situación, salir del patio, coger un taxi y volver a la cama. Sin embargo, algo le dijo que probablemente fuera una pésima idea.
Conforme avanzaba hacia la bruma de las fuentes, lo asaltó la inquietante sensación de estar cruzando un umbral imaginario que lo separaba de otro mundo. Volvía a rodearlo el halo onírico de esa noche. Hacía veinte minutos dormía en la habitación de su hotel, y ahora se hallaba delante de una pirámide transparente construida por la Esfinge, esperando a un policía al que apodaban el Toro.