Mi padre nunca supo que mamá no quería bailar porque esos gritos del Club del Clan –que, para él, eran una concesión a su juventud y a la modernidad– le parecían una auténtica mersada. Mi padre, en realidad, quizás habría empezado por no entender la palabra mersada; mamá, que la había aprendido poco antes, estaba embarcada en una campaña epistemológica y veía el mundo a través de su duda: se preguntaba, en cada caso, si a esta canción, frase, ropa, familia, fantasía se le podía o no aplicar el vocablo terrible. Pero esa noche la conducta de mi padre –que podríamos llamar seria, recta, pelotuda– la impresionó tanto que decidió olvidar que él era como un viejo mersa de otra época y empezó a pensar que su afición –la suya, la afición de mamá– a ciertas cosas como el baile, las revistas de figurines, las emociones fuertes que no había conocido, eran vicios que debía corregir. Lo cual le duró, como veremos, un tiempo limitado.