una noche –que quizá fue otra– en la que todo eso que no tuvo, durante años, ningún fin aparente, terminó por concretarse en mí; todo eso era el camino que esas dos personas, mamá y mi padre, tuvieron que seguir para que una noche de tantas uno de los ochenta millones de espermatozoides que, ya a esa altura, mi padre eyectaba con plena conciencia de su deber de ciudadano, se chocara con un óvulo absorto, distraído de su función y cometido, tan ingenuo de su meta como cualquier otro cacho de carne o sangre, que, de pronto, en el choque, se transformó en el portador de una misión: yo. Aunque, insisto, yo no soy sólo ese óvulo chocado, el espermatozoide fundido en tamaña colisión; yo soy también todos los otros, los errores, las noches sin final: yo soy todos los que no fui. Porque, si no, debería aceptar que el grado de azar que yo –que cualquiera de nosotros– represento es excesivo, despiadado: ¿cómo creer que soy radicalmente distinto de lo que podría haber sido si ese esperma hubiera chocado con el óvulo de al lado o, peor, si el choque hubiera sucedido unos días antes, dos semanas después? Yo no soy ese azar porque soy tanto más que eso; yo soy también todos los espermatozoides que mi padre fue abandonando en una hoja de papel rasposo, en el agua dudosa de un traful, entre dientes o dedos, en el agujero opuesto para mezclarse con la mierda de mamá; soy esos óvulos que se malograron sin siquiera saber que perdían su única chance, esos que se volvieron pestilentes en la toallita higiénica, esos que avergonzaron a mamá manchándole el vestido. Yo soy todo eso –lo fui desde siempre– pero todavía estaba en ese momento extraño en que tenía que buscarme la vida, y podía no encontrarla.