Frágiles

Hacer mucho y llegar a muchos mantiene los ritmos de autoexplotación bajo la presión de búsqueda de mayores audiencias a menor precio.

Lo manipulado como sucedáneo busca normalizarse rentando lo que antes era cotidiano. De manera que el mercado comercializa como normales los productos de peor calidad, sumando un valor (y precio) añadido a los orgánicos y ecológicos que antes fueron los normales y de verdad. El neoliberalismo es experto en transversalizar y sacar beneficio de esta dinámica de vida y consumo.

La ansiedad del trabajador está también movilizada por la necesidad de aprender a vivir al lado de sí mismo, junto a sus registros y representaciones. Porque ahora la de muchos trabajadores sería una vida precaria, pero con una ansiedad de famoso, expuestos y autocontrolados en el escaparate digital. Como respuesta, las estrategias de supervivencia a las que empuja el medio estimulan el parapeto y la máscara. Más allá, donde empieza la carne, se naturalizan los ansiolíticos. ¿No es este el vínculo que enhebra ansiedad con indiferencia

Un algoritmo no ama, pero tampoco nosotros de vuelta de un mundo saturado. Porque ¿y si la angustia contemporánea se instala como parálisis desapasionada y no como golpe en el corazón? También la indiferencia es una forma de desamor. Como cuando el amante 1 escribe al amante 2 y no recibe respuesta. Y 2 desearía mover telepáticamente sus manos o su boca para que 1 escriba lo que podría despertarle del letargo, pero nada logra y la indiferencia se instala. Los mensajes tardan en llegar hasta que un día desaparecen. Y quizá recuerden cuando los silencios entre las conversaciones apasionadas eran capaces de contenerlo todo, de que las teclas mojaran los dedos sin que mediara saliva o agua.

La escritura no puede ser como esa piedra, un humano no puede ser como esa piedra. De sonar, la escritura interior sonaría orgánica, como esas ramas por las que se enfilan hormigas, como la uretra por la que pasa la orina cuando fluye tras la espera. Hay que tener paciencia con ese silencio o con el martilleo de lo que reiteramos obsesivamente. Al menos, así me suena y me brilla a mí cuando antes de teclear, bajados los párpados, escribo mentalmente. A veces (es difícil, pero a veces) de nuestra carne salen palabras que punzan o preguntas como árboles agarrados al precipicio, nada que ver con la planicie con que todavía me contesta la máquina.

Mi vida no es pobre ni mezquina, mi vida es. Pero mi vida no es libre como dicen. Por mucho que para acceder me permitan elegir el camino verde o el púrpura, no me permiten obviarlos o ampliarlos para entrar, ¿no podrían al menos dejarme justificar mis categorías en lugar de vestirme de una u otra casilla? ¿No podrían acogerme sin sentenciarme? Se les ve por dentro

Ayer por la noche dejé de trabajar un rato y estuve viendo la televisión. Apenas unos minutos más tarde, ya me había llevado el portátil al sofá. Fui a buscarlo, pero juraría que de tener patas de insecto, ave o mamífero, el portátil habría venido solo. Noto que la querencia es mutua. Siento que me busca, que se comporta como un gato empalagoso que no tolera que lo dejen solo y que, habiendo manos en la habituación, no desperdicia la oportunidad de que puedan tocarle la panza. Lo instalé conmigo entre cojines y piernas y retomé algunas tareas. Ya sabe, responder mensajes, organizar archivos, actualizar programas, leer, planificar..

Las cortinas, la tele, el sofá, los habitantes de un hogar antes eran muy distintos a los de los lugares de trabajo, por lo general masculinos y externos a una casa. No pasa ahora sin embargo con nuestros mundos si nos dedicamos a esa suerte de trabajos inmateriales que solo precisan máquina y conexión. Hace mucho que sentimos que los espacios no son formalmente tan diferentes, porque podemos trabajar en casi cualquier lugar. También porque todo espacio se convierte en fondo tras la concreción de la ventana de píxeles. Y está pasando también con los tiempos, que entre pantallas y mundos enmarcados perdemos de vista si el sol se pone o si ya ha amanecido.

Desde la incomodidad del rechazo que supone decir «no», el trabajador creativo se entrena en aceptar primero y en maldecir después la aceptación que le agota. Claramente parece una «aceptación educada». Una aceptación donde palpitan pulsiones de agrado. ¿Se ha fijado?, un agrado que acompaña tanto a la hiperproducción

¿Podemos trabajar sin preguntarnos por qué trabajamos? Hacerlo implica extrañarse ante nuestras rutinas, ¿por qué el trabajo de ahora es líquido y parece que no se termina? ¿Qué me ha traído esta mañana a la mesa para escribir mientras desayuno o para planificar mentalmente un proyecto mientras hago la compra? ¿Qué moviliza la cadena de gestión, producción y divulgación de un trabajo, que pareciera que brazos articulados salen de los dispositivos y lo suben a nuestra espalda para poder integrarlo en nuestra propia sombra? Y usted, ¿por qué no deja de difundir todo cuanto hace en sus redes encadenando hacer a altavoz, altavoz a rutina y rutina a vuelta a empezar? ¿Dónde quedó su mirada perdida en la diagonal del techo o el suelo? No la veo en esa mirada frontal y mecánica de ojos rojos de ahora, como si no hubiera tiempos de tránsito entre sus prácticas.