Al descender el barranco que nos separaba de la curiara, torné la cabeza hacia el límite de los llanos, perdidos en una nébula dulce, donde las palmeras me despedían. Aquellas inmensidades me hirieron, y, no obstante, quería abrazarlas. Ellas fueron decisivas en mi existencia y se injertaron en mi ser. Comprendo que en el instante de mi agonía se borrarán de mis pupilas vidriosas las imágenes más leales; pero en la atmósfera sempiterna por donde ascienda mi espíritu aleteando, estarán presentes las medias tintas de esos crepúsculos cariñosos, que, con sus pinceladas de ópalo y rosa, me indicaron ya sobre el cielo amigo la senda que sigue el alma hacia la suprema constelación.
La curiara, como un ataúd flotante, siguió agua abajo, a la hora en que la tarde alarga las sombras. Desde el dorso de la corriente columbrábanse las márgenes paralelas, de sombría vegetación y plagas hostiles. Aquel río, sin ondulaciones y sin espumas, era mudo, tétricamente mudo como el presagio, y daba la impresión de un camino oscuro que se moviera hacia el vórtice de la nada.