Cada vez que los veo en mis sueños, los muertos parecen silenciosos, preocupados, extrañamente deprimidos, muy diferentes a su querida y alegre forma de ser. Los encuentro, sin el menor asombro, en lugares que jamás visitaron durante su vida terrena, en casa de algún amigo mío al que nunca llegaron a conocer. Se sientan aparte, mirando ceñudos al suelo, como si la muerte fuese una oscura mancha, un vergonzoso secreto de familia. No es desde luego entonces —no es en los sueños— sino en plena vigilia, en momentos de robusta alegría y de triunfo, en la más elevada terraza de la conciencia, cuando la mortalidad aprovecha la ocasión para mirar más allá de sus propios límites, desde el mástil, desde el pasado y el torreón de su castillo. Y aunque apenas puede vislumbrarse nada por entre la niebla, tengo en cierto sentido la bendita sensación de que miro hacia donde debo mirar.