Caminando por las calles hasta que estuvieran demasiado bebidos para saber en qué esquina girar, intentaban llegar hasta el delirio a fin de emerger como un mensaje de seducción; así fue como en 1953, a los diecinueve años de edad, Ivan Chtcheglov escribió una «Fórmula para un nuevo urbanismo», y convocó a sus camaradas a fundar la primera ciudad: «la capital intelectual del mundo», una especie de Disneylandia surrealista, un parque de atracciones en el que la gente viviera, una ville de tendre con distritos y jardines que correspondieran «a todo el espectro de sentimientos que uno encuentra por casualidad en la vida cotidiana», reinos construidos de aventuras, confusión, utilidad, tragedia, historia, terror, felicidad, muerte; una ciudad en la que «la principal actividad de sus habitantes» fuese «la DÉRIVE CONTINUA», un vagar por un paisaje de «edificios cargados de poder de evocación, construcciones simbólicas que representan emociones, fuerzas y acontecimientos del pasado, el presente y el futuro. Cada día, a medida que desaparecen las chispas de la pasión, se hace más urgente una expansión racional de antiguos sistemas religiosos, de cuentos de hadas, y, por encima de todo, del psicoanálisis expresado arquitectónicamente», dijo Chtcheglov. Pero en la ciudad que él imaginaba «todo el mundo vivirá en su propia catedral. Habrá habitaciones más alucinógenas que cualquier droga, y casas donde será imposible no enamorarse»