Mi abuelo guardó en una de sus valijas durante diez años las lapiceras que me legaría, amarradas con un piolín y oxidadas. Vino preparado para compromisos, firmas, contratos, cuando en realidad lo esperaban años de lavabo compartido, años sin usar aftershave. Pasada una década, se mudaría de la Covilhã a São Gens, un barrio clandestino en los suburbios de Lisboa, mandaría venir de Angola a la mujer y los otros hijos, guardaría las mismas valijas sin deshacer bajo una cama nueva, en una casa que también olía a valija vieja.