Parlamentos de películas, expresiones comunes reelaboradas, aceitadas, descoyuntadas, conceptos matemáticos, términos de la medicina, anglicismos, germanismos, conjeturas extrapoladas de la filosofía al arte, frases entresacadas de textos de ciencias, de los recovecos de la creación literaria, artilugios propagandísticos y del estanco kitsch, soportes visuales o de cualquier índole, enunciados aprehendidos en bares de mala muerte, palabras descosidas sin otro sentido que el de ser palabras “con sustancia”, traslaticias, audibles, paladeables, ingresan en un algoritmo que tiende a la infinitud entre bisagras, embragues y tuercas que sustentan el andamiaje edificado al hipertextual modo de los internautas, “espejismo” que recibe una mixtura de ventanas y links hasta simular (o acontecer como) la insania total. Lo sorprendente de este personal método creativo es que ha sido ideado para el ensamblaje y puesta en marcha del soneto, una máquina supuestamente incapacitada para soportar el flujo de las energías siglo veintiuno, un preterido instrumento de modulación poética que por procederes miméticos y repetitivos había detenido su evolución hace mucho tiempo.