En los días finales de la vida terrenal de Jesús, Él compartió una comida con sus amigos Lázaro, Marta y María. En menos de una semana sentiría el suplicio del látigo romano, la punta de las espinas en su cabeza y el hierro del clavo en la mano del verdugo. Pero en aquella tarde, Él sintió el amor de tres amigos.
No obstante, para María no fue suficiente cenar con Él. «Entonces María tomó una libra de perfume de nardo puro, de mucho precio, y ungió los pies de Jesús, y los enjugó con sus cabellos; y la casa se llenó del olor del perfume» (Juan 12.3).
Los del grupo de la milla obligatoria como Judas, criticaron el acto como un gasto innecesario. Jesús no estaba de acuerdo. Él recibió ese gesto como una demostración de amor extravagante, el amor de una amiga de corazón que le rindió su regalo más preciado. Me pregunto si Jesús, colgado en la cruz, siguió percibiendo esa fragancia de amor en Su piel.
Sigue el ejemplo de María.
Hay un hombre anciano en tu comunidad que acaba de perder a su esposa. Una hora de tu tiempo significaría mucho para él.
Algunos niños en tu ciudad no tienen papá. Ningún padre los lleva al cine o a partidos de béisbol. Quizá tú puedas. Ellos no pueden pagártelo, ni siquiera pueden comprar sus propias palomitas de maíz y refrescos, pero sonreirán de oreja a oreja en respuesta a tu generosidad.
¿Qué piensas de lo siguiente? A contados pasos de tu dormitorio hay una persona que tiene tu mismo apellido. Déjala atónita con una expresión de bondad. Algo insólito. Cumplir con tus oficios sin quejas. Tener el café listo antes que despierte. Una carta de amor sin que sea una ocasión especial. Perfume de nardo puro y de mucho precio, obsequiado sin una razón en particular.
¿Quieres arrancar un día a los tentáculos del aburrimiento? Realiza actos de generosidad extrema, actos que no se puedan remunerar.
También te tengo otra idea. No te creas tanto.
Moisés lo hizo. Siendo uno de los líderes más prominentes de la historia, «era muy manso, más que todos los hombres que había sobre la tierra» (Números 12.3).
María también. Cuando Jesús declaró como hogar su vientre, ella no se jactó sino que confesó con sencillez: «He aquí la sierva del Señor; hágase conmigo conforme a tu palabra» (Lucas 1.38).
Juan el Bautista hizo lo mismo. Aunque era pariente directo de Dios en la tierra, se mantuvo firme en su resolución: «Es necesario que él crezca, pero que yo mengüe» (Juan 3.30).
Por encima de todo, Jesús lo hizo: «Fue hecho un poco menor que los ángeles» (Hebreos 2.9).
Jesús prefirió quedarse con los sirvientes. ¿No podremos hacer lo mismo?
Somos importantes, mas no esenciales; valiosos, pero no indispensables. Tenemos un papel en la obra, pero no somos el acto principal. Tenemos una canción para entonar, pero no somos los solistas.
Dios lo es.
A Él le fue muy bien antes de nuestro nacimiento y le seguirá yendo bien después de nuestra muerte. Él lo empezó todo, lo sustenta todo y lo llevará todo a una culminación gloriosa. Mientras tanto, tenemos este privilegio supremo: Rendir nuestro Everest personal, descubrir la satisfacción de la distancia doble, realizar actos sin recompensa, buscar problemas que otros evitan, negarnos a nosotros mismos, tomar nuestras cruces y seguir a Cristo.