Sangre en el ojo

Los ojos nunca renuncian, decía yo, siempre buscan otros ojos, decía, comprendiendo que era ese el impulso, pero Ignacio se resistía a aceptar explicaciones.

Me asusta pensar ahora la parquedad de mi padre como un posible corte de circuito.

Tragando aire, tragándome a mí misma con toda mi frustración, mi rencor, mi odio ciego a esa vida de la que quería divorciarme, aguantándome para no intoxicarlo con mi ira

¿Estás nerviosa? Pero nerviosa no es la palabra, no es ni nerviosa ni ansiosa ni angustiada ni tampoco es la palabra agobiada; me siento como una embarazada en espera de su desgracia.

Ya no estoy yo. Lucina se esfumó, su ser está suspendido en algún lugar del pabellón. Lo que queda ahora de ella es pura biología: un corazón que late y late, un pulmón que se infla, un cerebro narcotizado incapaz de soñar mientras el pelo continúa creciendo, lentamente, bajo la gorra.

. Y tú estabas ahí, como otro tuerto, sin comprender lo que había sucedido. No podías calcular la gravedad. No te animabas a hacer todas las preguntas. Te las guardabas arrugadas, como ahora, en los bolsillos.)

Entenderás por qué no te he contado el abandono que mi hermano hizo de mí y el que mis padres hicieron de él y luego de cómo yo también los abandoné a todos ellos, a todos, en busca de alguien con verdadera vocación de sacrificio, alguien ahogado de amor o adoctrinado en la necesidad de amar, alguien con una pasión absurdamente heroica, algún suicida puro y absolutamente incondicional.)

Discúlpame, me dijo, me moría de ganas, sí, no te preocupes, contesté, rabiosa y resentida, ofendida como una amante maltratada.

Yo era una ciega capaz de detectar resplandores y a distancia también la compasión ajena que seguía al asombro. ¿Ciega? La compasión me hacía crepitar de odio

Se detuvo ante mí y yo me enderecé comprendiendo lo que me pedía su lengua en otra lengua: que echara atrás la cabeza. Sus dedos me separaron los párpados para dejar caer, con precisa puntería japonesa, dos gotas ardientes sobre mis córneas