Un poco menos que ángeles

Algunos de ellos habían tenido la enorme fortuna de haber conquistado el amor de abnegadas mujeres, mujeres que algún día podrían convertirse en sus esposas, pero que, en caso de ser apartadas de sus vidas, aceptarían su suerte con alegría y sin resentimiento. Ellas habían aprendido muy pronto en la vida lo que significa soportar las cargas del amor, escuchando pacientemente los problemas de sus hombres y siempre al pie del cañón frente a sus máquinas de escribir, ante la posibilidad de que un manuscrito o incluso algún breve artículo llegase a la fase en que debía ser mecanografiado.

—Tu tribu te espera —le dijo Catherine—. Qué reconfortante será huir de toda esta complejidad de relaciones personales para refugiarte en la sencillez de una tribu primitiva cuyas únicas complicaciones residen en su estructura de parentesco y en las normas de propiedad de la tierra, algo que puedes examinar con el sereno desapego del antropólogo.

De haberse topado con ellas, Elaine habría copiado las palabras de Anne Elliot, entre otras cosas porque tenía la misma edad que la heroína de la señorita Austen: «Desde luego. Nosotras no los olvidamos tan pronto como ustedes a nosotras. Tal vez es nuestro destino, nuestro sino, más que nuestro mérito. No lo podemos evitar. Vivimos recluidas en casa, calladas, y los sentimientos se apoderan de nosotras. Ustedes están obligados a luchar. Tienen siempre una profesión, unos intereses, un negocio, sea de la clase que sea, que los devuelve al mundo enseguida; y la ocupación y el estar constantemente ajetreado y yendo de aquí para allá debilita pronto las impresiones».9 Pero Elaine no era una gran lectora; habría aducido no tener tiempo, lo que tal vez fuera incluso mejor para ella, aunque de ese modo se perdiera el consuelo y la pena de toparse con sus propios sentimientos expresados con unas palabras tan conmovedoras.

Bueno, no exactamente. —Tom sonrió al pensar en el gran ejército inquisitivo de los antropólogos, los buscadores de conocimiento—. He estado estudiando las..., eh..., las costumbres de una tribu africana.

Creo que nunca podremos aspirar a saber lo que ocurre en la vida de un hombre o ni tan siquiera a seguirlo con nuestros pensamientos amorosos, y puede que hasta sea mejor así. Me refiero a cómo a veces piensas para tus adentros: «Me pregunto qué estará haciendo ahora mismo». No siempre puedes saberlo.

—Yo que tú no me preocuparía demasiado por Elaine —la tranquilizó Catherine—. Creo que más que otra cosa, lo que le gusta a Tom es la idea que conserva de ella. El recuerdo del primer amor tiene un no sé qué muy tierno... Cuando seas un poco mayor lo entenderás.

—Te quiero muchísimo —declaró ella—. Aunque se supone que las mujeres no deben decírselo a los hombres, ¿no?

—No veo por qué. —A Tom se lo habían dicho a menudo y nunca había logrado comprender por qué las mujeres sentían un temor casi supersticioso a verbalizar sus sentimientos. A la larga no cambiaba nada, aunque siempre podía resultar algo perturbador en las primeras fases de una relación, y era normal que pudieran considerar poco sensato mostrar sus cartas tan al principio de la partida.

Con frecuencia se había preguntado por qué razón los antropólogos parecían explorar tan sólo los estratos más bajos de su propia sociedad. Tal vez fuese por una especie de temor oculto a no estar a la altura, pues estaba convencida de que la experiencia de asistir a un baile de presentación en sociedad en Belgravia sería para ellos igual de gratificante que cualquier ceremonia indígena.

Ah, eso. —Las palabras salieron antes de que pudiese retenerlas—. ¿Pero qué es la fe en la antropología? No sabía que fuese algo que la gente pudiera tener.

los diecinueve años, las esperanzas no permanecen truncadas durante mucho tiempo y Deirdre no tardó en descubrir aspectos de esa relación que la alentaran.