En un inmenso suburbio, que Burroughs definiría más tarde como la «Interzona», y que abarca desde la Ciudad de México, capital mundial del delito («un cielo de ese tono especial de azul que tan bien combina con los revoloteantes buitres»), hasta Panamá, un alter ego del escritor, Lee, teje su tela amorosa en torno a Allerton, un joven ambiguo, indiferente como un animal. Deambula por locales cada vez más sórdidos, en los que pulula una fauna en estado de descomposición, y en esas excursiones, como un picaro alienado, nos regala astillas radioactivas de su negrísimo humor. Para resolver sus obsesiones mortíferas y sexuales, Lee parte con su amigo a la búsqueda del yage, droga absoluta, capaz de otorgar el control total sobre los cerebros, y por eso mismo codiciada por Rusia y Estados Unidos… y por todo amante. Sabe que con Allerton no podrá encontrar aquello que desea: el «tribunal de la realidad» ha rechazado su instancia. A pesar de ello no puede renunciar. «Quizás corro el riesgo de descubrir la realidad de los hechos», piensa, dispuesto sin embargo a abismarse en todos los peligros. Como un santo o un criminal con orden de búsqueda y captura, Lee no tiene nada que perder. Ha superado las apetencias de su carne molesta, cautelosa, que envejece con terror, y puede decir acerca de sí mismo: «Estoy desencarnado». En esta novela, que se remonta a principios de los años cincuenta, aflora por primera vez ese paisaje alucinado que hoy ya todo lector reconoce como el mundo particular de William Burroughs. «Escandalizando de nuevo a todo el mundo, Burroughs ha escrito un reflexivo y sensible estudio sobre el amor no correspondido… Retroactivamente, este libro humaniza su trabajo» (Martin Amis).