Más tarde, de adulta, cuando me acostumbré a tener conversaciones largas e importantes en restoranes o bares –libros, amor, política, ciencia–, conversaciones que se encendían como fuegos, que se volvían como viajes por la ruta de noche, guiadas o acicateadas por los tragos y el hambre, o por algún caos del corazón, me pareció raro haber disfrutado alguna vez esas noches en el Sans Souci con Sils, porque no me acuerdo de qué hablábamos. No creo que tuviéramos conversaciones de verdad. No teníamos guitarra, sin nuestros cuadernos de música no podíamos cantar. Pero tampoco hablábamos. Tomábamos y nos contábamos chismes y comentábamos y mirábamos alrededor y cada tanto, cuando el volumen de la música subía demasiado, nos gritábamos cosas y nos reíamos. Fumábamos, el desafío extraño de fumar nunca disminuía para nosotras, aunque era solo uno de los tantos desafíos que hacíamos una y otra vez. Pedíamos gin tonics y los levantábamos a la luz negra para maravillarnos del azul fantasmagórico y después tomárnoslos. No teníamos idea de lo que la vida nos deparaba; ni la menor idea, no analizábamos ni un solo pensamiento.