El viaje como último resquicio de libertad. Así vivió el marqués de Sade su viaje a Nápoles, donde se refugió entre enero y mayo de 1775 para escapar de la justicia francesa que lo había condenado a muerte, acusado de envenenar y sodomizar a unas prostitutas de Marsella.
Un viaje también como último recuerdo de la libertad perdida, cuando, estando en la cárcel varios años después, soñaba con exiliarse a un lugar como Nápoles y terminar quizá el Viaje a Nápoles que completaba su Viaje a Italia, su primera obra literaria seria.
Sade explora frenéticamete los tesoros artísticos de la ciudad, la belleza de los alrededores y de la bahía. Para ello recorre tanto los museos como las iglesias y los palacios, así como también las cuevas, las catacumbas y los tesoros que las excavaciones de Herculano y Pompeya han empezado a desentrañar por orden del futuro rey de España Carlos III. Pero Sade no se limita a describir, sino que somete todo cuanto ve a su espíritu crítico como defensor de los ideales de la Ilustración. En nombre del progreso fustiga la ignorancia de los napolitanos, la inepcia de sus gobernantes, la omnipresencia de un arte católico contra el que dirige los dardos de su ironía.
Sade guarda también de su estancia en Nápoles unas imágenes vívidas que inspirarán algunas de las mejores páginas dedicadas a Juliette y Justine y que serán durante sus largos años de encierro sus últimas visiones de hombre libre.