A principios de la década de los noventa, un popular locutor de radio reaccionario acuñó el término «feminazi» y un estudio detectó que las jóvenes tendían a comenzar a odiarse a sí mismas durante la adolescencia. Fue un momento difícil para ser una chica y crecer con promesas de igualdad de derechos que nada tenían que ver con la realidad. Las tasas de agresión sexual alcanzaron niveles récord; el acoso sexual era muy común en las universidades, los chicos seguirían siendo chicos y las chicas todavía tenían que vigilar cómo se vestían y por dónde caminaban. Fue suficiente para que una quisiera gritar. El Riot Grrrl se convirtió en el centro de atención en 1991: un movimiento intransigente de tías cabreadas que no tenían paciencia para el sexismo ni estómago para la doble moral ni intención de quedarse calladas. Bandas incendiarias de punk como Bikini Kill —liderada por la profética Kathleen Hanna—, Bratmobile o Heavens to Betsy hicieron correr la voz. Decenas de riot grrrls publicaron fanzines, fundaron colectivos locales y organizaron convenciones, y el movimiento se extendió desde sus orígenes en Washington D.C. y Olympia hasta el Medio Oeste, Canadá, Europa y más allá. Las chicas al frente es la historia del movimiento Riot Grrrl: una crónica lírica en clave punk de un grupo de mujeres jóvenes extraordinarias que alcanzaron la mayoría de edad cabreadas, colectiva y públicamente. En una época en que Estados Unidos pensaba que el feminismo estaba muerto, una generación de chicas escandalosas se alzó para demostrar que todos estaban equivocados.