no tenía cabeza. Y estaba despellejado. La escena era irreal. No por su violencia, sino por su contexto. A su derecha, Casasola podía contemplar la extraña perspectiva de la Plaza de las Tres Culturas: el resto de la zona arqueológica, después la iglesia de Santiago, construida tras la Conquista con las mismas piedras rojizas de las pirámides, y más atrás, la mole gris del multifamiliar Chihuahua. Mientras el cuerpo era introducido en una camioneta del Semefo, Casasola pensó que la Ciudad de México era eso: capas sobre capas, un palimpsesto interminable del que se podía extraer cualquier cosa, incluso cadáveres frescos.