El descontento

Al final, en la vida necesitamos pocas cosas: alguien que nos quiera, una cama con grandes almohadones, unas latas de cerveza bien frías y unos tomates que sepan a algo.

La vida, la muerte y todo lo que hay entremedias de una cosa y de la otra no son asuntos en los que nos podamos detener mucho tiempo. Todo el mundo tiene algo que hacer.

Pienso en si, en el fondo, no estará todo el mundo igual de desesperado por sentir algo distinto: el vacío en el estómago cuando te montas por primera vez en una montaña rusa, la calidez cuando llegas a casa después de pasar unas semanas fuera.

Déjame recordarte en el futuro, déjame quedarme con ganas de saber más, déjame intuir que eres una persona dinámica, productiva, capaz, con inquietudes… y no un vago que se pasa las tardes viendo la tele con su novia.

Quién pudiera tener la seguridad de un chico afable de veintitrés años bronceado por el sol.

Mamá, quiero escapar, no quiero estar aquí, no quiero vivir esta vida. Mamá, quiero volver al pueblo, quiero acostarme a las diez de la noche y dar paseos y no tener que esforzarme por ser alguien. No quiero ser nadie»

Quizás ese es el fin último de un juego de este tipo: poder disparar, aunque sea de broma, a tu jefe para así poder beber de ese recuerdo cada vez que te llame por sorpresa, terminada ya tu jornada laboral, y te pida que soluciones cualquier marrón.

Me gustaría escupirles a todos, insultarles, arañarles y decirles que son unos seres humanos de mierda, capaces de llevar a otro ser humano hasta la extenuación, hasta el agotamiento absoluto, hasta la baja por depresión o, ya puestos, hasta la muerte.

Me gustaría que alguien recordase cómo solían dejarla de lado en la cafetería, porque pensaban que era una borde por no querer seguir trabajando en su pausa para el almuerzo.

Un minuto de silencio en mitad de un fin de semana recreativo es lo que vale nuestra vida laboral.