El invencible verano de Liliana

Decía, por ejemplo, que la Biblia era un libro de historias divertidas y que el noviazgo nada más era una manera de disfrazar el afán de posesión de los chavos. No creía en eso para nada. No creía en el noviazgo.

Yo no quiero tener ningún novio, declaró un buen día a todo el que la quisiera oír. Y eso, ¿por qué?, le pregunté como si no me importara. Porque luego los hombres se creen que una es su posesión, dijo. Y yo no voy a lidiar con eso. Eso no va conmigo.

La explicación me pareció razonable, pero aun así me quedé con dudas. Algo estaba pasando, pero no entendía qué era. Su alegría, su sentido del humor, esa manera suya de caminar por la escuela como si el mundo le perteneciera, pronto disiparon mis dudas.

Liliana es el nombre que le di a mi libertad.

Éramos apenas unas niñas de dieciocho años, pero ahí íbamos junto con todos los demás, pidiendo lo imposible porque, ¿qué más se puede pedir a esa edad?

A veces la miraba caminar por los pasillos de la escuela y murmuraba para mí: allá va una mujer libre. Yo le tenía una gran admiración por su inteligencia y por su fuerza. Estaba sólita en la Ciudad de México, pero lo enfrentaba todo sin quejarse, con mucha curiosidad, sin tener miedo o amedrentarse ante el peligro. Yo no era así de libre ni de valiente. Y me sentía orgullosa de que fuera mi amiga.

No tardé en darme cuenta de que Liliana era una niña noble, muy entregada a lo que hacía, a la escuela, y sobre todo a sus amigos. Cuando Liliana te quería, te quería mucho. Te quería demasiado.

Liliana era muy mamá de sus amigos: los mimaba, los protegía, incluso los alimentaba. Pero era una madre traviesa. Cuando llegaba de visita, abría el refrigerador vacío y me mostraba con un gesto de picardía una caguama solitaria.

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La rabia se parece mucho a la resignación. La impotencia al espanto.