Tras haber apoyado, cuando estaban empezando, a pintores contemporáneos, el marchante, hombre de progreso, había intentado, sin perder las apariencias artísticas, ampliar sus beneficios pecuniarios. Buscaba la emancipación de las artes, lo sublime a buen precio. Todas las industrias del lujo parisino notaron su influencia, que fue buena para las cosas pequeñas y nefasta para las grandes. Con su pasión por halagar a la opinión pública, desvió de su camino a los artistas hábiles, corrompió a los fuertes, extenuó a los débiles e hizo ilustres a los mediocres; mandaba en ellos por sus relaciones y por su revista. Los pintores principiantes ambicionaban ver sus obras en su escaparate y los tapiceros hallaban en su tienda modelos de mobiliario. Frédéric lo consideraba a la vez un millonario, un diletante y un hombre de acción. Muchas cosas lo dejaban extrañado, pues el ínclito señor Arnoux era un pillo en su comercio.