La señora Dalloway

No se puede traer niños a un mundo como éste. No se puede perpetuar el sufrimiento ni aumentar la raza de estos lujuriosos animales, que no tienen emociones duraderas, sino sólo caprichos y vanidades que los llevan hacia un lado, hacia el otro.

¿Qué im­porta la inteligencia —dijo Lady Rosseter, levantándose —­comparada con el corazón?

Ahí está Elizabeth —dijo Peter—, no siente ni la mitad de lo que nosotros sentimos, todavía no.

no estaba de acuerdo en que no supiéramos nada. Lo sabemos todo, dijo; al menos, él sí.

se dedicaba a rascarla pared.

Acaso no somos todos prisioneros?

Uno no podía enamorarse dos veces, dijo.

Clarissa tenía un cora­zón puro, eso era. Peter la consideraría sentimental. Pues lo era. Porque Sally había llegado a pensar que eso era lo único que merecía la pena decir: lo que uno sentía. La inteligen­cia era estúpida. Uno debía decir sencillamente lo que sentía.

¡qué generosa era Clarissa con sus amigos! Y qué rara resultaba esa generosidad, hasta el punto de que, por la noche o el día de Navidad, al hacer re­cuento de las bendiciones recibidas, ponía esa amistad en primer lugar.

tenía a Peter por un viejo amigo, un verdadero amigo… ¿acaso importaba la ausencia?… ¿acaso importaba la distancia? A menudo había deseado escribir­le, pero había roto la carta, y aun así sentía que él compren­día, porque la gente comprende sin necesidad de decir nada lo que uno entiende al hacerse viejo, y ella era vieja,