Una mujer de tu edad y en tu situación” (había que entender una mujer vulnerable por la enfermedad) no debe ponerse en peligro; eso era, en esencia, lo que su madre le repetía, lo que la sociedad afirmaba con autoridad tétrica, lo que incluso la literatura confirmaba al elevar al rango de heroínas clásicas a las mujeres mal casadas, desarmadas y consumidas por la pasión amorosa, a veces hasta el suicidio, todo eso que el entorno social le recordaba con violencia. Pero una mujer como ella, formada con lecturas heteróclitas, que había hecho de su autonomía y su libertad los compromisos de su existencia, la esencia misma de su trabajo; una mujer que se había enfrentado a la muerte, rápidamente se convenció de que no podía haber desastre mayor que renunciar a vivir y a amar. Y así una mañana hizo las maletas y se fue, después de dejar sobre la mesa del salón una postal con un paisaje de montañas, detrás de la que escribió estas palabras cuya banalidad expresaba la urgencia y la necesidad de la partida, el deseo de terminar, de concluir rápidamente, un golpe de puñal, un sacrificio sin dormir a la bestia, afilado y cortante, así se masacra: “Se terminó”.