Todo puede ocurrir en la Ciudad de México, hasta que aparezca por ahí un viejo alcohólico enloquecido por lecturas místicas, y trate de revivir en la miseria de la ciudad ritos y creencias esotéricas o hasta levemente diabólicas; puede ocurrir más: que tenga éxito y, auxiliado por el mito de un boxeador glorioso recientemente fallecido, extienda sus inspiraciones y delirios en la muchedumbre, que llegue a la radio y a la televisión, a la publicidad comercial y al subempleo callejero; y todavía más: que sus seguidores, solitarios y desamparados en el inmobiliario y financiero desierto urbano, se agrupen e intenten formar una Comunidad de los Justos en las afueras de la ciudad, en tierras invadidas. Lo que puede ocurrir es inagotable: «Calles como incendios» traza algunas de estas infinitas posibilidades. ¿Por qué no parodiar los libros de misticismo y milagrería, del modo en que algún clásico parodió las historias de caballeros andantes? La secta de la Puerta Dorada sobrepone una sardónica máscara de teatro en las más diversas fuentes teosóficas, teológicas, filosóficas o de llana credulidad milagrera, y construye una Escala de Jacob desde el cieno hasta el paraíso solar que, en opinión de sus detractores dentro de la novela, podría considerarse como un enrevesamiento demoníaco de lo sagrado o como un intento de poner un paraíso a los malvados. Dos perros, Mut y Atem, un anciano profeta ebrio, el viejo Bonilla, una sacerdotisa casi etérea y otra casi cavernícola, un fugitivo de la policía, un boxeador muerto y un manager desafortunado, algún líder ambicioso de poder y algún licenciado ávido de comercio, una actriz de protuberancias escandalosas, un gordo locutor de televisión y una parturienta prodigiosa destacan en el populoso reparto gesticulante de este gran guiñol con que José Joaquín Blanco da un nuevo sesgo a su obra narrativa. Planteada como una farsa o, mejor aún, como una comedia de enredos del tipo que inspiró Lope de Vega, en el que lo estrafalario y lo sublime no dejan de enredarse en episodios de capa y espada, «Calles como incendios» narra el desamparo espiritual e ideológico de las masas urbanas a través de la anécdota bufa de una conspiración mesiánica. En las calles, en las terminales del metro, en los mercados, en las cantinas y loncherías surge la necesidad elemental de una fe y de un entusiasmo que, unida a un difunto boxeador místico, da pie a una «jocoseria» secta de místicos e iluminados, no lejana de aquellos momentos del teatro clásico español en los que el Diablo aparecía en escena y con maestría tramoyística pretendía poner en jaque al catolicismo oficial. Entre burlas y veras, José Joaquín Blanco va trazando una curiosa imagen de la Ciudad de México, de la miseria y de los cada vez más increíbles recursos que la gente se inventa para conseguirse un techo, de la manipulación de los medios de comunicación y de la corrupción administrativa, del resurgimiento de ancestrales ambiciones de dominio clerical, de las ilusiones deportivas y publicitarias, de la ingeniosa imaginería multitudinaria para escapar del desempleo y, en fin, de las profundas y nunca apagadas aspiraciones de dignidad y hasta de sacralidad humanas que mal que bien consiguen vigorizar la vida, en condiciones que se diría imposibles. En «Calles como incendios» todo es teatro: no se aspira al realismo ni a la introspección, y se experimenta con el trazo burdo, con la escenografía de cartón, con los elementales mecanismos de tramoya de pueblo; y se intenta la parodia de las filosofías éticas y místicas que no escasean en una cultura civil tan desolada. Se propone divertirse con lo solemne, y aun con lo trágico y con lo atroz, y quisiera recobrar la jocunda «teatrería» de las viejas comedias de nuestra lengua.