Entre 1915 Y 1930 un grupo de jóvenes lingüistas y poetas rusos, ligado a los movimientos artísticos de vanguardia, revolucionó el campo de los estudios literarios. Ese laboratorio de experimentación crítica, que ha tenido vastas influencias en el desarrollo estructuralista posterior, modificó el modo de analizar las obras: desde entonces, el sentido de un relato o un poema no emana del proyecto biográfico o intelectual de su autor ni de la tradición literaria, sino de la construcción misma de ese texto, de las decisiones estilísticas y la organización interna que definen su forma. Este cambio de foco generó muchos rechazos y debates, a la vez que se convirtió en el punto de partida de la crítica literaria moderna.
Mi actitud frente a los formalistas rusos ha cambiado en diversas oportunidades, lo cual, después de todo, no es nada sorprendente pues se me volvieron íntimos hace más de veinte años. La primera impresión consistla en este descubrimiento: se podía hablar de la literatura en forma alegre, irreverente, inventiva; al mismo tiempo, sus textos trataban de aquello de lo que nadie parecía preocuparse y que, sin embargo, yo había creído siempre esencial, de aquello que se denominaba la «técnica literaria», Fue esta admiración lo que me llevó a buscar texto tras texto y, luego, a traducirlos. En un segundo momento creí percibir en sus escritos la presencia de un proyecto «teórico», el de la constitución de una poética que, sin embargo, no era forzosamente coherente ni se había realizado a fondo. Por último, en el curso de un tercer período, empecé a percibir a los formalistas como un fenómeno histórico: lo que me interesaba no era tanto el contenido de sus ideas como su lógica interna y su lugar en la historia de las ideologías.