Pero no sé de qué me extraño, yo debo sonar igual. Hablo todo el día. Hablo y nadie responde. Me disculpo con la cafetera cuando la dejo sucia, le reclamo a los fideos si quedan pegados o al refrigerador cuando comienza a sacudirse con esa vocación de temblor que tanto me asusta. Paso la noche entera conversando con lo que se me ponga por delante: las tazas, el azucarero, las migas de pan sobre el mantel. Las plantas del balcón son las que mejor reciben mis palabras. Las riego a medianoche y cuando les canto diría que celebran. Hasta las oigo responder si les pregunto algo. Es un diálogo intrascendente, a ratos estúpido, pero imposible de abandonar. Me pregunto si mientras duermo hablarán aquí. ¿La cafetera conversará con el sartén? ¿El tostador le dirá algo a la cuchara de palo? ¿El gomero cantará a coro con los cardenales?