Nací en La Deseada. La Deseada tiene mala prensa entre los guadalupeños, porque antiguamente allí se mandaba a los maleantes y a los leprosos, y también porque la tierra es yerma. Nada crece. Ni la caña de azúcar. Ni el café. Ni el algodón. Ni el ñame. Ni la batata. Pero, para mí, de niña, aquella isla era verdaderamente «La Deseada», la tan ansiada tierra que por fin vieran surgir del mar los marinos atónitos de Cristóbal Colón. Conocía cada recodo al dedillo. Aspiraba ese aroma inconfundible que desprende la tierra cuando el sol, después de pasarse cociendo los campos el día entero, se retira a descansar a las profundidades del mar.