Corazones perdidos

Siempre estaba haciendo eso, contándole historias. Abriendo rendijas por las que se colara la magia, convirtiendo el mundo en un lugar lleno de posibilidades. Cuando se fue, Bird dejó de creer en todas esas fantasías.

De pequeña creía que eran serpientes. Aquel día estaban hambrientas; Margaret recordaba el rugido de su estómago, el dolor de pies. El sonido de la saliva de ambas al tocar la acera.

cómo había cambiado su pulso después de irse tanta gente. Sobre el amor, y el placer, y el consuelo. Sobre el olor del cuello de Ethan al amanecer. Sobre el cálido y suave refugio de la cama que compartían por la noche.

Imagina, quiere decirle Margaret. Imagina que todo lo que consideras sólido se convierte en humo. Imagina que las reglas ya no sirven.

Tengo hambre, se atreve a decir Bird, y Margaret vuelve a la realidad con un respingo. Se maldice mentalmente. Hace demasiado tiempo que no cuida de nadie

Imagina, quiere decirle Margaret. Imagina que todo lo que consideras sólido se convierte en humo. Imagina que las reglas ya no sirven.

Tengo hambre, se atreve a decir Bird, y Margaret vuelve a la realidad con un respingo. Se maldice mentalmente

En su recuerdo es un espacio enorme, una cueva gigantesca, pero lo cierto es que no es más que un hueco. Si pudiera entrar ahora, no cabría ni siquiera acuclillado

con un sermón sobre los peligros del tabaco: «¿Sabes lo que son las arenas movedizas? Una vez te metes en ellas, no puedes salir»

Sus primeros padres de acogida habían querido cambiarle el nombre. Un nombre nuevo para una vida nueva, sugirieron, pero Sadie se había negado en redondo.

Me llamo Sadie, dijo

Sísifo, condenado a empujar eternamente la misma roca montaña arriba.