Año 82. En la tormenta santiaguina, el Austin Mini cae manso a las aguas del Mapocho, mientras la economía nacional queda en coma y la selección de Caszely y Santibáñez compra pasajes en el “tren de la derrota”. En el norte chileno, tres agentes de la CNI esperan el veredicto que los llevará al pelotón de fusilamiento, y en Viña del Mar un par de Carabineros carentes de vivacidad e ideología inventan coartadas y “dolores de cerebro” para explicar la decena de asesinatos y violaciones que cometieron.
En Santiago, desde La Moneda, Pinochet vigila todo, colabora con los ingleses en Las Malvinas, a través de otros generales y mientras se escucha de fondo cómo se deshace de dos poderosas piedras en el zapato, en pleno verano del 82.
Hasta ese año, todos eran macanudos, Chile sería campeón mundial y el foco de admiración para el resto del mundo neoliberal. Pero la tormenta llegó y a la primera oleada los castillos de arena se deshicieron, tan velozmente que pocos alcanzaron a correr.
Escrito en presente --haciendo del futuro algo invisible-— 82. Sangre, fútbol y quiebras entrecruza historias que salen desde distintos cajones, para demostrar que antes de la caída siempre está la soberbia.