Desamparados, no habíamos tenido el coraje de tocarlo ni de hablarle. Y, cuando Bauer y yo nos levantamos, empezó a caer una tibia lluvia de primavera, y la oíamos repiquetear sobre el tablero del puente, qué manera de llover. Y las dos cortinas grises que la lluvia tendía de cada lado nos encerraban con Emmerich, con su cabeza ya muerta y su rostro desfigurado; yo sabía que había que rezar o algo. Pero Bauer me miraba y yo miraba a Bauer porque ya no nos atrevíamos a mirar a Emmerich ni a toda la sangre que había escupido, y la lluvia de primavera, que nos caía al lado y por encima, hablaba por nosotros con su estruendo, o eso pensé durante mucho tiempo después para consolarme. Porque aquel día en Galizia era necesario que alguien hubiese hablado