ataluña de antes, la Barcelona de antes, sus fiestas, sus mercados, sus bacanales, sus devociones, sus prodigios, el Cristo de Lepanto que concede una de las tres gracias solicitadas, la Santa Rita de la calle del Carmen, remediadora de imposibles, el San Nicolás del Pasaje de los Campos Elíseos, propicio el auxilio de todo el que acuda, con el debido recato, a tocarle las rodillas, centros de atracción sólo comparables, aunque de otro signo, a los que entonces como ahora, en tantos puntos de la parte baja de la ciudad, congregaban cada noche, de acuerdo con la especialización erótica del local, verdaderas multitudes, hermanando en fervor al pistolero y al bala perdida, al lumpen y al bohemio, una ciudad con inquietudes culturales no inferiores a las mercantiles o a las sociales, una ciudad de tertulias, de movimientos artísticos, la Barcelona de Els Quatre Gats, de L’Auca del senyor Esteve, de c