A veces suele, Blaustein, como al descuido y sin énfasis, dejar caer algún relato con destino memorable. En eso, como con las pertinaces hormigas, se repite. Un narrador cada vez más afilado y preciso que no ha perdido soltura ni inhibe el humor, con todo lo que (le / nos) pasó. Lector y escritor aventurero sin red ni pudores, testigo de los confiables, agente no secreto de la memoria generacional, a Blaustein le duele, pero lo sabe contar sin otros subrayados que la excelencia de la escritura y los plenos permisos de la peripecia. Acá vuelve a patear el tablero realista, pero uno siempre puede juntar las piezas y lo que se arma –con la historia del tipo y su entorno terminal— es una alegoría renga y fenomenal de la corrosión y pérdida de la familia, el remate degradado del Paraíso que supimos destruir. La biografía y la Historia colectiva. Pero no sólo, claro. Tiremos algunas líneas. El imaginario puede ser apocalíptico -Dick pero en el paisaje interior bonaerense de Soriano y Briante-, el ominoso cielo puede ser de Lovecraft dibujado por Breccia, la cosmogonía de los mundos sucesivos y rehechos del explícito Popol Vuh, pero bajado o corrido a Levrero. Y no son filiaciones sino contigüidades en los casilleros de este disperso lector. Por eso, acaso o pese a Worsdworth y el Rey Lear, para mí el tipo es el sujeto de Wimpi, este avatar trágico del eterno gusano loco que supimos conseguir. Tremenda y hermosa novela, la de Blaustein. Este tipo cada vez escribe mejor.