Maldita sea mi estampa! ¡Tres veces maldita! ¡Cuánta ironía había en aquello! Yo estaba, en ese tiempo, seriamente preocupado por el destino de la humanidad, soñaba con la reorganización de la estructura social, con las transformaciones políticas, leía toda clase de libros diabólicamente complicados, tan profundos que, seguramente, su sentido no estaba al alcance ni de sus propios autores... Y, al mismo tiempo, trataba por todos los medios de convertirme en un «activista de primer orden». Y resulta que me estaba dando calor con su cuerpo una mujer venal, una criatura infeliz, maltratada, acosada, sin sitio adonde ir, sin precio, a la que nunca se me habría ocurrido prestar ayuda hasta que ella me ayudó a mí, y, aunque así hubiera sido, difícilmente habría sabido cómo hacerlo.
Ay, habría jurado que todo eso me estaba pasando en sueños, en un mal sueño, en una pesadilla...
Pero ¡qué va!, eso era imposible, pues las gotas heladas de lluvia caían sobre mí, el pecho de aquella mujer se estrechaba contra mi cuerpo, exhalando en mi rostro su cálido aliento... que olía levemente a vodka, pero ¡era tan vivificante! El viento aullaba y gemía, la lluvia golpeaba la barca, las olas rompían, y nosotros dos, fuertemente abrazados, tiritábamos de frío. Todo eso era completamente real, y estoy convencido de que nadie ha tenido pesadillas tan atroces como aquella realidad.