—Creo que tengo la solución. ¿Tienen criada?
—Sí —contesté, perpleja.
—Pues ya está: llámala, y cuando entre, nos abalanzamos sobre ella y le arrancamos la cara; la llevaré sobre la mía en la noche.
—No me parece práctico —argumenté—. Seguramente morirá al quedarse sin cara. Encontrarán el cadáver y acabaremos en la cárcel.
—Tengo hambre suficiente como para comérmela —replicó la hiena.
—¿Y los huesos?
—También —agregó—. Entonces, ¿ya quedamos?
—Sólo si prometes matarla antes de arrancarle el rostro; si no le va a doler demasiado.
—Está bien. A mí me da igual.