Hace algún tiempo entablé amistad con un raro personaje en Madrid que vivía a costillas del primer inocente que se le cruzara en el camino. Ese fantasma frecuentaba los cafés en busca de comida y bebida, mas no recurría ni a la limosna ni a la dádiva. Lo suyo era entablar una conversación, y ya armada la tertulia, pedir coñac, jamones, quesos y cafés hasta hartarse. Desde luego, jamás pagaba, pero transformaba el tedio de cualquier atardecer en conversación inolvidable. No encuentro mejor explicación para definir la intención de estos textos que reproducir aquí la frase con la cual aquel fantasma de Madrid enganchaba a los incautos: “Acepto controversia”.