Ahora bien: ¿qué fue lo que ocurrió, ante esto, el primero de septiembre de 1968 en el recinto del Congreso de la Unión?
Nada. Absolutamente. No hubo un solo diputado, un solo senador, un solo magistrado, que elevara su voz de protesta contra aquel delito de Estado que se perpetraba delante de ellos, delante de sus propias y respetabilísimas narices.
No hubo entre esa gente ningún Serapio Rendón, ningún Belisario Domínguez, ningún Fidel Jurado.
¿Y cómo iba a haberlos? Hace muchos, muchísimos años que el Poder Legislativo no da nombres de esa calidad. De un tiempo a esta parte, las cámaras sólo producen representantes al nivel de la sociedad de consumo: locutores comerciales, es decir, vendedores de artículos desechables, tan desechables como ellos mismos: úsese y luego tírese. (Y la mayoría de ellos, de los representantes son tan desechables que ni se les usa ni se les tira.)
Luego, no existe en el país ni, por ende, se respeta la división de poderes que su Constitución establece. En lugar de ello no existe sino un monolitismo del poder que ejerce, en persona, el Presidente de la República. Es decir, un monolitismo que trasunta de los vestigios bárbaros de los déspotas prehispánicos: el omnipotente Tlacatecuhtli, rodeado de la servil sumisión de sus tlatoanis y acatado con terror por el empavorecido culto de un pueblo de tamemes y macehuales. (No en vano todavía hoy se designa a los, peones de albañilería, que desempeñan un trabajo no calificado, con la palabra matacuaces, que proviene de aquella primitiva de macehuales.)