Imaginación, originalidad, diversidad, capacidad inventiva.
Estos son sólo algunos de los términos que se acuñan como sinónimos de creatividad: uno de los atributos más deseados, tanto por empresas como por individuos, para definir nuevas propuestas, encontrar soluciones innovadoras a un problema o idear conceptos disruptivos.
Históricamente, se creía que se trataba de una cualidad limitada a un selecto grupo de seres humanos, los “creativos”.
Si bien es cierto que las personas consideradas “creativas” tienen capacidades más desarrolladas, la generación de ideas nace normalmente de una amplia base de conocimientos que empapa los circuitos cerebrales y que puede ser estimulada, entrenada, mejorada.
Somos seres creativos por naturaleza.
Los avances en el estudio de las neurociencias y la revalorización de esta disciplina aplicada han abierto el juego y proponen saberes que permiten establecer los espacios propicios para que cada persona encuentre de dónde abrevar para que su creatividad resulte más frondosa, frecuente e innovadora.
Estos conceptos comienzan a desarrollarse hacia finales de la década del '90.
Primero, hubo una suerte de deslumbramiento inicial con las neurociencias, que se presentaban como la puerta de ingreso para develar todo lo que el cerebro tiene para articular con nuestro quehacer. La disciplina empezó a atravesar al ser humano en sus más diversos ejes.
Qué más tentador, entonces, que recurrir a estos nuevos conocimientos disponibles para convertirnos en seres más creativos.