En la cama del hospital su madre se estaba volviendo a morir, igual que había muerto cuando él tenía dieciséis años, y ahí estaba él, un adolescente grande y torpe con la piel café con leche marcada de acné, sentado junto a su cama, incapaz de mirarla, leyendo un libro de bolsillo voluminoso. Sombra se preguntaba qué libro sería y rodeó la cama para observarlo de más cerca. Se quedó entre la cama y la silla mirando alternativamente a uno y otro lado, el chico grande repantigado en la silla con la nariz enterrada en El arcoiris de la gravedad, de Thomas Pynchon, intentando escapar de la muerte de su madre a través del Londres de los bombardeos, mientras la locura ficticia del libro no le proporcionaba ni una huida, ni una excusa.
Los ojos de su madre estaban cerrados en una paz narcótica: lo que ella pensaba que no sería más que otro brote de anemia falciforme, otro azote de dolor que soportar, había resultado ser un linfoma, como descubrieron demasiado tarde. Su piel lucia un tinte amarillo ceniza. Apenas pasaba de los treinta y parecía mucho mayor.