Cuando parecía haber encontrado el sosiego en su vida, la criminóloga Ana Beltrán comprende que una serie de muertes que encierran mensajes cifrados pone fin a la calma en la que estaba inmersa. En pareja con un exagente de Interpol, reconocida como profesional, esos cuerpos cercenados, que aparecen en distintas iglesias, separados de las cabezas, van a ponerle a prueba el temple y la sagacidad para resolver los crímenes.
La trama se complica con el descubrimiento de que todos los asesinados tienen un tatuaje que conforma una imagen única, compartida: un código más que deberán descifrar. La desaparición inesperada de Agustín Riglos, exespía y pareja de la doctora Beltrán, sume al grupo de investigadores en la desconfianza.
Con personajes desbordantes, como el comisario Justo Zapiola o la agente Verónica Ávalos, con escenarios que van de lo escabroso al mundo del jet-set, con el desconcierto que siembra el mejor suspenso y con la brillantez de la doctora Beltrán para resolver los enigmas, la trama se articula sin respiro para el lector.
Un hilo invisible unía todas las puntas: los cuerpos, los sitios en los que aparecieron, los tatuajes, la escultura del Grupo de Laocoonte, el Vaticano, el hecho de que quisieran echarlos luego de haberlos convocado: algo les ocultaban, pero ¿qué? Demasiadas puntas para unir en un solo caso.
En la tercera entrega de esta serie que no para de crecer en adeptos, María Correa Luna nos habla del poder de aquello que está oculto, de aquello que para muchos debe permanecer secreto.