Como es bien sabido, la historia la escriben los vencedores y los vencedores, con el tiempo, adquieren el poder de obligarnos a creer lo que escribieron, de hacernos olvidar lo que no se escribió y de inducirnos a tener miedo de lo que jamás ocurrió. Todo para seguir ostentando el poder, sea poder religioso, poder político o poder económico. Da igual. A ellos, a los vencedores, deja de importarles la verdad y a nosotros, la gente, también. A partir de ese momento el pasado lo reescribimos entre todos, haciéndonos cómplices de aquellos que nos engañaron, nos asustaron y nos dominaron. Pero la historia no es inamovible, la historia no está escrita en piedra, no tiene una única versión ni una única interpretación aunque así nos lo hagan creer y, lo que es aún peor, aunque así nos lo hagan defender con nuestras vidas, nuestro fervor o nuestro dinero. De este modo aparecen las ortodoxias, las grandes verdades, pero también las guerras, los enfrentamientos y las divisiones. Y ahí es cuando nos han ganado para siempre. Sin embargo, a poco que nos armemos de valor, demos un paso atrás y, como ejercicio, miremos el mundo desde puntos de vista diferentes al nuestro, descubriremos y aprenderemos la más importante de las lecciones: la incertidumbre. La verdad os hará libres, dijo Jesús. Sí, pero la verdad la escriben los vencedores, así que, para ser realmente libres sólo tenemos la incertidumbre, la desconfianza y la duda. Y también un pequeño truco que a mí me costó mucho tiempo aprender: tener siempre muy presente que las herejías —de cualquier clase, no sólo religiosas— son tan ciertas como las ortodoxias y que, además, nunca intentaron imponerse por la fuerza o vencer por el miedo. Por eso perdieron.
—¡Oh, Dios mío, al fin! —exclamé aquella tarde, entran