La geografía de tu recuerdo

Una madre no es más que una hija que juega.»

y todas las noches volvería a casa flanqueada por los mismos prados, bajo el mismo cielo agujereado de estrellas.

Si pudieras oírme, te diría que lloraras. Porque eso que llevas dentro no es miedo ni enfado ni rabia. Es una tristeza que no reconoces como tuya y contra la que no te quedan fuerzas para rebelarte.
Recuerdo lo que te decía cuando eras pequeña, lo recuerdo y me arrepiento de ello todos los segundos que ya no puedo contar. No llores, las niñas buenas no lloran. Eso me decía a mí mi madre, tu abuela —que en paz descanse—, y yo os lo repetí a vosotras porque creí que os haría fuertes. Pero hay valentía en la vulnerabilidad. Nuestra casa se está quemando y tú estás paralizada delante de ella, tan inexpresiva como una muñeca de porcelana.

No los culpes: todo el mundo está ciego cuando no sabe qué está mirando. Tú también estás ciega, hija. Ves solo de cerca. Tus pies sobre el asfalto, los muros de piedra y el trigo a los lados. Y para cuando abres los ojos, ya es tarde, y lo único que puedes hacer es correr.

Sean es el padre que disfruta de una copa y un puro, el que consiente, el que se queda con el mérito de un trabajo fácil y deja la parte sucia a otro, sin preguntar siquiera. En casa era generoso con lo que no implicaba ningún esfuerzo, como regalos o pagar unas clases de guitarra, y severo con cualquiera que infringía las normas que él imponía. Pero no nos contaba cuentos ni nos vestía ni nos preparaba un chocolate caliente cuando estábamos tan tristes que no podíamos parar de llorar. No es de los que pide permiso ni perdón, y mucho menos de los que reconoce su debilidad.

Pero como ella decía: a cada problema, una solución; y a cada pérdida, una oportunidad.

La poesía es un eco.
Eso era lo que decía Déaglán: la poesía es tanto el eco del poeta como del lector. La poesía habla de quien la escribe tanto como de quien la lee. «La poesía es un eco que nos cuenta quiénes somos.»

«¿Tanto te cuesta?»
Hubo una época en que parecía que era lo único que sabía decir. Yo solía callar. No hablaba demasiado por aquel entonces, no en casa. Ailís se desesperaba porque los rehuía

Los recuerdos se superponen, uno encima de otro, sin fin, y tú duermes intranquila entre ellos, bajo el peso de todos mis silencios.
Tienes razón: debería haberte hablado de esto.
Solo ahora me atrevo, cuando ya no puedes escucharme.

Debería haber sabido que el silencio siempre se transforma en vacío