Somos las hormigas

El dolor tiene su manera de grabar los recuerdos. Los une a un momento concreto para que jamás lo olvides, y yo no quería olvidar.

Enrollarme con Marcus siempre me había dado la impresión de que era como una carrera hacia la línea de meta. Con Diego, me sentía como si ya hubiera ganado.

Cuando Diego me besó, olvidé todos los besos que habían existido antes. Sus besos eran impacientes pero cautos. Se balanceaban al borde de perder el control, y lo imaginé pintando con el mismo fervor, desnudo de cintura para arriba y cubierto de manchas de más colores de los que el ojo humano puede percibir. Me temblaban los brazos, apenas podía respirar, pero lo acerqué a mí más que a una manta en la noche más fría.

Diego se rio, y yo quise guardar ese sonido en un bote para cuando la risa escasee.

Diego era la única variable que ninguna ecuación podía predecir. Y que yo estuviera en modo supervivencia durante los próximos setenta y cinco días no significaba que no pudiera divertirme.

—¿Por qué yo?

Diego ladeó la cabeza y me miró con sus ojos marrones verdosos antes de decir:

—Porque contigo puedo ser yo mismo, aunque aún no sé quién soy.

—Oh.

Sonrió de forma encantadora.

Pero yo también estaba roto, y no sabía cómo repararme.

—No estoy bien.

—Entonces, contéstame sinceramente: ¿estás bien?

—No quiero morir, pero tampoco quiero vivir.

—¿Por qué no me contaste que estaba la cosa tan mal?

—Porque necesitabas que estuviera bien.