«Experimenté mi primer brote el mismo día a la hora del crepúsculo en el que detonó la noticia: los Juegos Olímpicos de 1992 se celebrarían en la ciudad que me había visto nacer y crecer un poco del revés, para qué negarlo, pues de mí asomaron a la vida primero los pies y el silencio».
En 'Vistas olímpicas' encontramos una narradora que, a pesar de sus tendencias escapistas y su instinto suicida, se detiene a enseñarnos el álbum de la familia de la Barcelona Olímpica: michelines en las playas y pechos operados en la tele; la última paella en Ca La Mari y aplausos febriles para la Caballé; barracas tachadas del mapa y Cobi impreso en la toalla. Es la crónica de un subidón comprado a plazos, el inventario de un país donde todos seríamos «amigos para siempre nonaino naino nainoná».