n domingo de ésos doña Moni le trajo un sobrinito de dos años a la puerta, «mira, perrito», Mauricio vio aquella cosita que había estado durmiendo en la cama de Moni, con las sábanas de Moni, en el cuarto de Moni, y Mauricio en un segundo olió a Moni y en Moni el perfume y en el perfume químicos como arañitas de hierro diciendo «fuá», y debajo del perfume el sudor de Moni, capas y capas de rastros de lociones, jabones y sudores ajenos que ni el agua ni el ácido de batería arrancan de la piel, picapollo, wasakaka, ajo, pimienta, enemocada, yuca con cebollita, envases de foam, fábrica de foam, sillas de plástico, marquesinas con grasa, el algodón, el detergente con que se lavó el t-shirt, la mano de Mela, la lavandera de Moca, tierra negra, lombrices de tierra, Moca, leche, tetera de goma, leche cortada, leche empegotada, azúcar, olor a hormiga, olor a aceite y talco y el olor de una encía nueva por donde empieza a salir un diente, y cada olor era un rascacielos en la nariz de Mauricio y encima del olor a gente, del olor a niño y a Moni, estaba el olor a óxido de hierro de la puerta, el olor a cemento de la casa y el olor de todos los trabajadores haitianos que un día la levantaron, el humo de la calle y los vecinos con el café puesto, la tinta negra de los periódicos que había en el suelo de la cocina, las veintitrés medicinas que Moni tenía en el botiquín del baño y allá al fondo de todas las cosas, la mancha de curry en el pasillo.